Fueron justamente 4.000 las personas que se suicidaron en España el año pasado, tantas como ejemplares se tiran de un libro sobre el que el editor muestra algún optimismo. Todos los suicidas de España están amontonados en un almacén, también sin abrir, también sin leer. Es un libro de poco éxito, suicidarse.
Habla mucho a los suicidas Clancy Martin, el autor de esta biblia de la autolisis (perdonen el volatín). Tiene miedo, de hecho, de que leyéndolo alguien vea muy claro que lo mejor es acabar con todo. Hasta incluye al final de su libro decenas de páginas de ayuda y apoyo. Sin embargo, me parece buena señal verse leyendo un libro sobre matarse. Es un poco mejor que haberse matado ya.
Clancy Martin aborda el suicidio sin particular humor, y dedica capítulos enteros a sus distintos intentos de quitarse la vida. También glosa la incompetencia autodestructiva de varios amigos, y de algunos escritores famosos. En algún momento, esto me pareció cómico: tratar de suicidarse, suicidarse varias veces, reiterar lo definitivo. El propio autor se da cuenta de que tiene que explicar por qué esta práctica terminal, paradójicamente, puede repetirse innumerables veces. "Hay un número asombrosamente alto de personas que, por increíble que parezca, han saltado de acantilados y sobrevivido traes caer desde alturas terroríficas. Al universo le gusta gastar este tipo de bromas a los suicidas".
Todos los suicidas de España están amontonados en un almacén, también sin abrir, también sin leer. Es un libro de poco éxito, suicidarse
Sin embargo, algunas frases me siguen sonando raras: "Una amiga trató de suicidarse hasta el final de la adolescencia". Es como ser fusilado en una película de Woody Allen.
Hasta aquí, como diría Bill Burr a otros efectos, lo más gracioso que podemos decir sobre el suicidio.
Clancy Martin se pone en el centro de su estudio sobre el tema, pues ha dedicado trece años a leer y escribir sobre los impulsos fatales. También ha tratado él mismo de matarse como diez veces, y todas las recuerda y nos las cuenta, y unas son más patéticas que otras. Aunque al principio sobrecoge y genera empatía este mosaico frustrado de muertes propias, a medio libro uno acaba encontrando la impudicia del autor sumamente exhibicionista, casi de diva. Así, lo más interesante del libro acaban siendo los cientos de referencias culturales que Clancy alinea sobre el suicidio, la depresión y el sinsentido de la vida. Todo ello nos lleva a comprender que el suicidio puede ser "un hábito", incluso "un tipo de impaciencia".
Del bagaje cultural sobre matarse (el título en inglés era mucho más brutal que en español: How not to kill yourself), algunas referencias son obligadas y conocidas, como las de Albert Camus, Jean Améry o David Foster Wallace; o, más en primera línea popular, Robin Williams o Marco Pantani ("consumió cocaína hasta morir"). Se bucea también en los clásicos grecolatinos y en la obra de Schopenhauer. No en vano, el autor es profesor de filosofía. De ello debemos concluir algo penoso: la filosofía no sirve de nada.
Cualquiera que haya vivido momentos muy dramáticos (no sólo el suicidio lo es), habrá comprobado cómo las personas más formadas y supuestamente sabias pueden de hecho naufragar en la desgracia como si de un niño pequeño se tratara. Y también habrá comprobado que algunos niños pequeños no naufragan. Clancy Martin, en su ensayo, ofrece sin duda involuntariamente un ejemplo definitivo de cómo la ciencia de la vida, las horas de estudio, las lecturas incansables no preparan a nadie —al cabo— para nada.
El autor llega a conclusiones a las que un rapero negro ya llegó hace décadas: para no suicidarte es estupendo tener problemas de verdad
También es curioso ver cómo el autor llega a conclusiones a las que un rapero negro ya ha llegado hace décadas. A saber: que para no suicidarte es estupendo tener problemas de verdad. Miren qué frase: "Lo de pegarme un tiro en el cuarto de baño de mármol y bronce de mi joyería de lujo vestido con mi traje de Armani y mi corbata de Zegna era algo tremendamente teatral". (Clancy fue joyero; su padre, además, "era dueño de la mitad del centro de Miami"). De ahí que nuestro autor mime como oro en paño un dato a su juicio fascinante: las personas con menos posibilidades de suicidarse son las mujeres de raza negra. O sea, las mujeres más pobres de todas. Ante lo cual, Clancy Martin acuña: "El privilegio de entregarse libremente a la depresión".
O, en palabras de 50 Cent, el rapero que les digo: "Deprimirse es un lujo. En mi familia no había tiempo de deprimirse porque había que pagar las facturas".
Hay un momento en el que la vanidad liquidadora de Clancy Martin me irritó (página 277); ahí hace una lista de todos los ansiolíticos o similar que tomaba: valium, litio, ativan, zoloft… Se percibe una especie de orgullo en esta decadencia. En general, la gente habla de la ingesta de benzodiazepinas con evidente fatuidad, como sintiéndose muy especiales. Súmenle que nuestro autor también se declara alcohólico, amén de cocainómano y marido infiel. Una joya. "Mis dos divorcios fueron, a su manera, intentos de suicidio".
También impresiona, extraña, la cantidad de amigos o amigas que el autor cita y que muestran idénticas tendencias suicidas que él. Prácticamente toda su agenda de contactos está formada por gente que intenta matarse. Yo, por suerte, no he conocido a nadie así, y, viendo un nuevo "mi amigo X trató de suicidarse el verano pasado" he tenido muchas ganas de decirle una cosa importante a Clancy Martin: cambia de amigos.
Ya.
]]>Por, no sé, quince mil palabras perdidas.
Como sabrán, rastrillando archivos, aventando papelajos, pasando la aspiradora por el decoro y el honor de Gabriel García Márquez, encontraron muchos años después el pelotón de fusilamiento del manuscrito inédito. Los inéditos, cuando eres un autor importante al que le da por morirse, los carga el diablo, porque puedes dejar dicho que no se publiquen, pero luego se publican ante la evidencia de que da más dinero un libro que una promesa.
La polvareda asociada a En agosto nos vemos ya la vimos, de otra forma y con más vida, con Memoria de mis putas tristes (2004), que también fue un manuscrito esquivo, dudoso, canjeable en millones. Entonces se dijo que era una novelita mala, pero que nada sería tan malo como para hacerle ya daño a la nombradía literaria del escritor coloquialmente conocido como Gabo.
Lo del manuscrito agosteño trae la muerte y la traición en su seno, sin embargo, y da como apreturas en el pecho leer en las páginas liminares (firmadas por Cristóbal Pera) la frase exacta del muerto: "Este libro no sirve. Hay que destruirlo". Desde Kafka por lo menos, debería saber García Márquez que si algo que tienes en un cajón no deseas que lo salden a tu fallecimiento, lo mejor que puedes hacer es dárselo a morder a los perros del jardín, quemarlo con gasolina de mechero o reducirlo a trocitos ante los ojos de tus familiares, canturreando: "Ahí se van dos millones de dólares, pendejos".
Por lo que sea, García Márquez se murió sin canturrear lo de pendejos.
No sé qué millonada exacta en dólares habrá sacado la familia del difunto por llevarle la contraria, pero desde luego será dinero mayor, a casi veinte euros que cuesta cada ejemplar. Es asombroso que sus herederos justifiquen su negocio en las ganas que tienen los lectores de leer más cosas del autor de Cien años de soledad, y luego vayan y pongan o consientan en poner el precio del libro más caro que un concierto privado de Rihanna. Si somos los lectores de García Márquez la causa de que se traicione su voluntad, ¿no debería el libro regalarse al mundo, vía Internet?; ¿no debería ofrecerse en una edición asequible?
Si algo que tienes en un cajón no deseas que lo salden a tu fallecimiento, lo mejor que puedes hacer es dárselo a morder a los perros
Pues no: se ha preferido editarlo como un álbum de primera comunión, en tapa dura, papel potente, camisa y guardas, y el nombre del autor y de la obra en cada página, como si fuéramos de provincias.
La dama del perrito
Luego el libro está bien, a mí me ha gustado en el paladar y en la nostalgia. Eres tú, lector de García Márquez entero, el que se recuerda a sí mismo en la prosa inconfundible del escritor, que suena a tardes de magia y asombro, cuando entonces, a esas horas dedicadas a Macondo y a las almendras amargas y al tipo que iba a morir después de soñar, llegado un barco.
En agosto nos vemos es una versión caribeña de La dama del perrito, la narración clásica de Chejov, pero donde el perrito no sale; el perrito son los hombres.
Los vigilantes de la caja de papeles que se convirtió en la novela póstuma de Gabo
Antonio Villarreal
La novelilla se lee en una hora, y empieza y acaba sin García Márquez, porque aquí no vemos el fetichismo literario que tanto nos gustaba del colombiano, ese empezar siempre con una frase inolvidable, subrayable, copiable, y acabar con otra sentencia impresionante, de mucho eco en el corazón. Se empieza un poco de rutinas y adjetivos, con otro puerto y otro mercado (como en Del amor y otros demonios, 1994), describiendo mucho y sin tensión particular, pero con la palabra exacta y disfrutona siempre a punto, que se sabía García Máquez todas las palabras del diccionario, y muchas que no salen.
Es la prosa de la música, la fluidez, la puntería y el florecimiento. Queda un poco antiguo escribir tan bien, y, entre transbordadores y vocaciones para ser monja, pensamos que la historia está ambientada en el siglo XX, quién sabe si bastante al fondo. Se disparan las aliteraciones a cada página ("calles de arena ardiente frente a un mar en llamas", "belleza fácil", "amores alegres", "asedios seniles") y todo lo puede la plasticidad del decir ("embellecida por la mezcla sagrada de la música con la ginebra").
Dense cuenta de cómo cuenta García Márquez, y qué tan vieja ha quedado la elegancia. Para indicarnos que quizá el marido de la protagonista le es infiel, no dice, planamente: "Ella pensaba que su marido andaba con otras", sino: "Fue ella la que empezó a pensar que su marido sufría un desgaste secreto fuera de casa". Estos esfuerzos ya no se hacen, este buscar la escuadra y la filigrana; ahora se escribe como el redactor más apresurado del periódico.
No nos quedemos como que nos han vendido una chapuza. Nos han vendido un García Márquez aceptable
Al cabo, por un par de datos, descubrimos la disonancia cronológica: estamos en el siglo XXI ("tercer milenio", leemos), como prueba que uno de los hoteles donde se aloja Ana Magdalena es demasiado moderno para ella, con tarjetas y teclados que debe preguntar cómo se usan.
La historia, en fin, es de infidelidades femeninas, muy pautadas por ese agosto en el que la protagonista va a llevarle flores a su madre, que hace tiempo eterno en una isla, enterrada. La trama es mínima, pero tiene su brillo, no supera la prosa con la que se cuenta, ni es cósmicamente original, pero contiene su enseñanza y su sorpresa, y todo cierra bien y no es como que falte nada ni que, después de dedicarle una hora, nos quedemos como que nos han vendido una chapuza. Nos han vendido un García Márquez aceptable.
El precio, curiosamente, es el mismo ("veinte dólares") que el que considera el primer amante de Ana Magdalena que vale una noche de sexo con ella.
]]>A veces alguien, un artista por lo general, se mete en un lío afirmando que antes (años 80, años 90) era más libre, podía decir más cosas o se respiraba de otra manera, como con más excitación. Estas declaraciones se hacen siempre desde el hartazgo, a disgusto y abrumado por tantas señales de STOP. De inmediato, esa figura, que muy habitualmente era lo más progre en los 90, pasa a ser considerada reaccionaria. Entre todo lo que hoy no se puede decir, lo que desde luego no se puede decir nunca es que algo era mejor antes.
Para apuntalar este presente perfecto en que vivimos, una reacción en sentido inverso va tomando fuerza. Se trata, no ya sólo de considerar el presente como moralmente completado, sino de estimar que el pasado estuvo lleno de averías. La noción de que hoy es mejor que ayer se inflama con la noción añadida de que ayer, en realidad, fue mucho peor de lo que imaginas, recuerdas o viviste.
Entre todo lo que hoy no se puede decir, lo que desde luego no se puede decir nunca es que algo era mejor antes
La última fabulación de esta especie se la debemos al actor Secun de La Rosa, que en una charla radiofónica recordó que en los años 80, en el metro de Barcelona, le pegaban por leer libros. Dicen Secun (nombre completo: Secundino Benjamín Juan de la Rosa Márquez Ailagas de Carvajal) que le dieron “palizones” (varios) por leer a Tennesse Williams o Romeo y Julieta. Los que le pegaban eran “los quinquis”, en concreto le “daban collejas” movidos “ya simplemente por verte leer un libro”. Secun no aclara si los libros que leía estaban en español.
Esto que le pasaba al actor no le ha pasado nunca a nadie en todo el mundo: ser agredido varias veces por ir leyendo en el Metro. Así, o ha tenido muy mala suerte eligiendo lecturas, o se lo ha inventado.
"En el metro me han pegado unos palizones... En los años 80, si te veían leyendo, iban a por ti y te daban collejas. Tenías que medio reírte para ver si te salvabas".@secundelarosa en 'La cena los idiotés'. pic.twitter.com/eTqb3YPly5
— Hora 25 (@Hora25) March 2, 2024
La necesidad de agradar es vertiginosa, y hoy es muy tentador cumplir con la agenda perpetua de abrillantado del presente, porque te quieren más. Quizá a Secun de La Rosa le hostigaron en el Metro alguna vez, e iba leyendo. De ahí, con levadura y buena fe, ha llegado a creerse que le pegaron, y muchas veces, precisamente por leer.
Esto que le pasaba al actor no le ha pasado nunca a nadie en todo el mundo: ser agredido varias veces por ir leyendo en el Metro
En la misma dirección, Rodrigo Cuevas, cantante, recordó en una entrevista los chistes de Martes y Trece (“mi marido me pega”) y afirmó con rotundidad que hoy lo que sucede es que las mujeres y los gays ya no dejan que se rían de ellos. Hasta aquí hemos llegado. La escritora trans Alana S. Portero, por su parte, declaró en otra emisora (o seguramente en la misma) lo siguiente: “La nostalgia de los 80 solo se entiende desde quien estaba en la cima de la pirámide. Me parece algo muy reaccionario”.
Frente a Alana, Rodrigo o Secun, tenemos declaraciones o posicionamientos en sentido contrario de Kase O o Andrés Calamaro. Una de las claves para interpretar estas opiniones enfrentadas es darse cuenta de que los que recuerdan con cariño los 80 y los 90 están reivindicando, entre otras cosas, el discurso contra el poder. Los otros son, muy precisamente, el discurso del poder.
La calidad de la nostalgia
En la película Desventuras de un recluta inocente (1988), escrita por el gran Neil Simon, el protagonista es adiestrado para ir a la guerra, y no lo pasa bien. Sin embargo, la cinta se cierra con estas palabras: “Cuando miro atrás, muchos años después, me doy cuenta de que mi época en el ejército fue la más feliz de mi vida. Dios sabe que no porque me gustara el ejército, no hay nada que te pueda gustar de la guerra. Fui feliz por la razón más egoísta de todas: porque era joven”.
Cuando se ataca a los que recordamos con cariño los años 90 (o los años 80), se practica una descortesía muy propia de nuestro tiempo: considerar fascista el arraigo. Si alguien manifiesta que antes había algo bueno que ahora ya no existe, lo que está diciendo, primero de todo, es que se ha reconciliado con su adolescencia o su juventud, y que da por bueno todo lo vivido, porque ahora reconoce una calidad purísima en su nostalgia. Los críticos ignoran esta sentimentalidad, atrapados como están en la pacotilla política, en un mundo que creen que no viene de ninguna parte, y que se han inventado ellos hace un rato.
Porque el otro concepto que hay detrás de estas peleas culturales, junto al arraigo y la nostalgia, es la genealogía. Dicho sin más: no hay nada que se defienda hoy que no se defendiera también en los años 90. Absolutamente nada.
Recuerdo, así al paso, concursos literarios sólo para mujeres ya en el siglo pasado; ecologismo en la escuela, y por todas partes, ya en 1985; cultura gay, en los años 90, feliz y omnipresente. De hecho, fueron más gays los años 90 en Madrid que en todo lo que llevamos de siglo XXI. Hoy la homosexualidad es un tema muy pequeño frente a la transexualidad, la interseccionalidad y el feminismo.
Así era Madrid en 1983: caos, devastación y expectativas incumplidas
Ramón González Férriz
Algunos jóvenes realmente se creen que a nadie se le había ocurrido proteger el planeta o defender/visibilizar minorías hasta que ellos alcanzaron los dieciséis años de edad y recibieron un móvil con el que salvar el mundo. La ecología lleva fracasando décadas, amigos; y la tolerancia lleva triunfando muchos telediarios.
Toda la mariconería (como diría él) de Rodrigo Cuevas es bien poquita cosa comparada con cantar Mujer contra mujer (Mecano) en 1988. Sin embargo, la imbecilidad de nuestro tiempo hizo que en un momento dado (2017), otra canción de Mecano, Quédate en Madrid, fuera tildada de homófoba por usar la palabra “mariconez”. Operación Triunfo eligió, muy seguramente, esa canción en su repertorio para, justamente, poder proponer la superioridad moral del presente. Es como si nuestro tiempo hubiera recogido los frutos del pasado y luego quisiera talar el árbol del que brotaron.
Aparte, a mí me parece muy fuerte que un tiempo que considera música Operación Triunfo se crea superior a nadie.
Preguntarán ustedes qué se ha perdido de los años 90 (los 80 no los tengo tan estudiados). Yo se lo digo: la resistencia crítica. En los años 90, se criticaba el fútbol, el consumismo, el cine de Hollywood, la telebasura, las revistas del corazón, la cocaína, la tecnología. En los años 90, aún sabíamos lo que estaba bien. Ahora, el fútbol debe ensanchar su imperio, y ser también femenino, y consumir sin parar es estupendo, y Jorge Javier Vázquez hace televisión respetable, y saldar tu intimidad en Instagram o Tik Tok resulta común y hasta obligatorio, y la cocaína se persigue menos que los donuts de chocolate.
En los años 90, nos alarmábamos por un mínimo atisbo de lo que ahora constituye el entorno natural de las nuevas generaciones. ¡Que había debates en la tele ante los peligros de las líneas de teléfono 903 (habitualmente eróticas), amigos!
En los años 90, se criticaba el fútbol, el consumismo, el cine de Hollywood, la telebasura, las revistas del corazón, la cocaína, la tecnología
Al mismo tiempo, se dejaba a la gente en paz, sobre todo a los creadores y a los versos sueltos. El progreso era que a nadie se le ocurría pensar que Quentin Tarantino no podía cortar en sus películas todas las orejas que quisiera, o que un grupo de rap no podía llamarse Violadores del verso. La moral pública estaba tan clara que los artistas podían ser (debían ser) rabiosamente inmorales. Rodrigo Cuevas en los años 90 hubiera tenido una valoración artística no muy superior a la de un niño de San Ildefonso. Hoy es Premio Nacional.
La tecnología y el puritanismo hacen de este presente nuestro un sitio aséptico, carcelario, aburrido y patológico. A nuestros hijos no les dejamos ser atrevidos, sino sólo sanos. No tienen por delante toda una vida que vivir, sino toda una vida que vender a los demás como un producto. Es una juventud sin revolución ni provocación ni éxtasis. Creen que han venido al mundo a hacer justicia, es decir, a perseguir a los demás por sus errores o excesos o singularidades.
Pero la juventud no está para censurar a los demás.
Su nostalgia, allá por el año 2050, no podrá ser nunca tan bonita como la nuestra. Fueron jóvenes, y obedecieron.
Recordarán que obedecieron.
]]>Ese día que les cuento, de iluminaciones y terrorismo, andaba por los reels de Instagram y descubrí a una chica muy maja que recomendaba libros de curas. También recomendaba a Annie Ernaux, no eran todos libros de curas. En un momento dado, en uno de sus vídeos, alzó el libro I who have never known men, de una tal Jacqueline Harpman (1929-2012). Me encantó el título, y supe instantáneamente (lo siento, uno tiene sus superpoderes) que muy seguramente era un buen libro.
Como Instagram posee ese algoritmo demoníaco que te lleva a ver más vídeos del tema al que le has prestado un mínimo de atención (bastó un like en la cuenta de Librarianofburgos), empezaron a salirme más usuarios de esta red social mostrando libros que les gustaban. Y dos veces, nada menos, volvió a salir la portada de I who have never known men, de Jacqueline Harpman.
Decidí entonces leerlo, y entré en Amazon. Noten por favor que, a diferencia de todos ustedes, según la encuesta del Gremio de Editores, no corrí a mi librería de barrio favorita, en bicicleta. No. Entré en Amazon. Pero ahora viene lo peor.
800 páginas: la hazaña fallida de Sara Barquinero
Alberto Olmos
En Amazon estaba I who have never known men, claro, pero descubrí que Alianza Editorial lo había traducido, con el título Yo que nunca supe de los hombres (que seguiremos). Entonces podía comprar el libro en inglés (ojo, la autora es belga y su libro, claro, originalmente está en francés) o en español, haciendo patria y esas cosas. Lo compré en inglés.
En inglés costaba casi la mitad que en español y la portada era mucho más bonita. Y así es como destruí la industria editorial española entera, amigos. Con mi lectura de esta obra no ha ganado ni el pobre traductor o traductora que la volcó a nuestro idioma; ni los suplementos (me fié de Instagram), ni los libreros (compré en Amazon), ni los editores (compré a un editor inglés: Random House UK).
¿Me sentí satisfecho? No, pero me hizo un montón de gracia.
Apocalipsis de género
Empecé el libro sin saber de qué iba: ni la más puñetera idea. El título en inglés me fascina: I who have never known men. Su traducción al español debería mantener la arista erótica: conocer, conocer carnalmente, "no conoce varón". Ese Yo que nunca supe de los hombres expulsa toda carga sexual, muy presente en lengua inglesa, y seguramente en la francesa. Quizá podría haberse apostado por un Yo que nunca conocí varón.
Está escrito diez años después que 'El cuento de la criada', de Margaret Atwood, con el que se le compara mucho: uno es de 1985 y el otro de 1995
El libro se inscribe en el género de la distopía pos-apocalíptica, y está escrito diez años después que El cuento de la criada, de Margaret Atwood, con el que se le compara mucho: uno es de 1985 y el otro de 1995. Sin embargo, parece un libro de éxito tardío, que se tradujo en su momento y sólo ahora, en el ámbito anglosajón (edición de 2019), ha funcionado. A España llegó en 2021. Con todo, mis confidentes de Instagram lo nombraban como mejor libro de 2023, y en Goodreads (donde tiene la friolera de 42.000 ratings) hay muchas reseñas de los años 23 y 24. A lo mejor lo ha recomendado en un podcast el año pasado un cocinero famoso en Chicago o Londres, quién sabe.
Yo que nunca supe de los hombres nos presenta a cuarenta mujeres, una de ellas menor de edad (que además es nuestra narradora), encerradas en un búnker al cuidado de seis guardas que, en turnos de tres hombres, las vigilan las veinticuatro horas del día. En el primer acto de la obra, no pasa nada salvo eso: la vigilancia, el encierro y la cotidianidad. Los guardias las proveen de comida, y algunos útiles. No las tocan. Hacen sonar sus látigos ante comportamientos prohibidos, como que ellas se toquen las unas a las otras o, más tremendo, traten de suicidarse. Llevan encerradas años, no haciendo otra cosa que comer y defecar (sin privacidad) y hablar entre ellas y preguntarse qué ha pasado en el mundo, y si acaso están aún ellas en el planeta Tierra. Nuestra narradora tiene unos trece años y no ha conocido otra realidad que el búnker. Por eso, claro, no sabe nada de los hombres.
La exigencia de credulidad de este planteamiento es alta, y de la novela puede decirse una cosa triunfal: va siempre a mejor, y lo mejor son sus diez o quince últimas páginas, donde (quizá por el idioma en el que lo leí, claro) me ha sonado casi a Shakespeare. Creerse que pueden estar cuarenta mujeres encerradas durante años y años sin hacer nada, sin hacerse nada, sin que nadie las utilice en absoluto (de ahí que el libro, al cabo, no guarde ninguna relación con El cuento de la criada: no hay explotación; diría que no hay ni lucha de sexos) nos deja a las puertas de la inverosimilitud.
La exigencia de credulidad de este planteamiento es alta, y de la novela puede decirse una cosa triunfal: va siempre a mejor
Muy en consonancia con el título, las primeras páginas entran de lleno en la noción del otro sexual, el hombre, y la narradora confiesa cómo trató en esos años de llamar la atención del guarda que creía más joven. Lo hizo sólo por curiosidad. Hay numerosos párrafos dedicados a la ausencia de ciclo menstrual en la ya adolescente, y la regla, ya que estamos, se visibiliza aquí de la forma más original, natural e inteligente que yo haya leído nunca. No es como que salga la regla para hacer feliz a las redactoras de El País. Es que es un tema central de la propia narración.
La novela que debemos entender como referente de Yo que nunca supe de los hombres es, en realidad, Robinson Crusoe. Jacqueline Harpman hace aquí la novela menestral, superviviente, de mucha manualidad y mucho objeto. Al igual que la autora austriaca Marlen Haushofer con El muro (1963), es el personaje de Daniel Defoe del siglo XVIII, vuelto mujer y en otras islas, el que intuimos como modelo.
Situado el personaje en una tesitura de resistencia con lo puesto, el reto de las autoras es que nos creamos que se puede vivir del puro ingenio, la privación y las habilidades aprendidas o por aprender. Así, en Yo que nunca supe de los hombres, que ocupa apenas doscientas páginas, decenas de ellas se dedican a coser, conseguir comida, fabricarse calzado, encender fuegos y demás miserias básicas. Son páginas que pueden resultar pesadas, pero sin ellas nadie se creería la historia que se nos está contando.
La novela que debemos entender como referente de Yo que nunca supe de los hombres es, en realidad, 'Robinson Crusoe'
Dividida en tres actos, les revelaré que la tesis de no estar siquiera en el planeta Tierra se apuntala en el segundo de ellos, donde vemos que el búnker de mujeres son en realidad muchos búnkeres en una planicie infinita. Es muy flipante todo el imaginario que crea Harpman. Y, en el tercero, donde ya merodeamos todas las posibilidades, como si de la serie Lost se tratara, la obra apunta cada vez más alto, rindiendo homenaje a los propios libros y a la propia escritura, y acaba volviendo a la mestruación no experimentada como símbolo mayor. Porque todo es símbolo, el búnker, los guardas, la planicie, pero no sabe uno exactamente de qué y, sin embargo, es mejor que no lo sepa.
Yo que nunca supe de los hombres es una novela extraordinaria, durísima, con muchas muertes y cadáveres, (leemos: “soy señora del silencio, dueña de búnkeres y cadáveres”), literatura poderosamente apelativa, como prueba que a mucha gente en Instagram le ha gustado.
]]>Sara Barquinero (Zaragoza, 1994) acaba de publicar Los escorpiones (Lumen), de 800 páginas y letra muy menuda. Es un libro del que se hablará todo el rato sin haberlo leído.
Con toda lógica, la editorial ha elegido para promocionar la obra un blurb de alguien experto en no leer libros y hablar mucho de ellos. Nos dice Elisabeth Duval desde la faja: "La novela española de mayor ambición en los últimos años. La anhedonia y el escapismo se encuentran aquí con lo mejor de David Foster Wallace y Don DeLillo, con los ecos de Roberto Bolaño, Ottessa Moshfegh, Mariana Enríquez o Michel Houllebecq". Entendemos que Duval, a sus 23 años, ha leído La broma infinita (1.200 páginas) entre plató y plató; y Submundo (900 páginas), entre charla y charla; y toda la obra de los demás autores, entre mitin y mitin de Sumar. Si hay algo a lo que te lleva el arte de hablar de libros que no has leído es a la política, en efecto.
Anoten por favor que a ustedes pueden engañarles siempre, porque tampoco leen, pero no puedes engañar a alguien que lee de verdad. La lectura requiere miles de horas, y en plena juventud, eso significa quedarse en casa. Alguien que está todo el tiempo fuera de su casa y en la tele y en las redes sociales, no lee. A la edad que tiene Duval más o menos, yo me estaba leyendo página a página y sin saltarme una coma la trilogía Esferas (Siruela), de Peter Sloterdijk: 2400 páginas de filosofía dura. ¿Se creen que me dio tiempo a hacerme un selfie?
La promoción de Los escorpiones se adereza con numerosos elogios añadidos, en la segunda solapa, desde Elvira Navarro a Andrés Barba, que giran en torno a la anterior (casi primera) obra de la autora, Estaré sola y sin fiesta (Lumen). Nuevamente, este despliegue ornamental a usted debe sugerirle que el mundillo literario lee, que ha leído a Sara y que le gusta. Dense cuenta, sin embargo, de que un libro excelente como Gente que ríe (Caballo de Troya), de Laura Chivite, no lo ha leído nadie, no cuenta con decenas de padrinos y adhesiones. ¿Por qué? Pues porque estos apoyos no nos hablan de un mundillo donde todos leen a todos y se interesan por los jóvenes autores, sino de un entorno (muy Duval) donde la habilidad social y la autopromoción son la única forma de recabar reconocimiento. Cuando alguien tiene súbitamente muchos blurbs muy pintones, no es un gran escritor (pudiendo serlo), sino un gran relaciones públicas.
Dicho esto, acompáñenme en un viaje fascinante por la novela de ochocientas páginas que, si todos nos empeñamos en no leerla, acabará siendo un best seller.
Tinder, orfidal y cabify
Principia la obra con una breve introducción donde vemos a Sara y Thomas en cautiverio. Como por la publicidad y la contracubierta sabemos que Los escorpiones trata de conspiraciones y métodos de control masivos, interpretamos muy peliculeramente que esta pareja ha sido capturada por los malos y están a punto de matarlos. Es un incipit comercial como de novela de Juan Gómez-Jurado.
Enseguida (página y media) entramos en materia con la parte titulada Cambiatuvida.exe, centrada en el personaje de Sara. Es una novela posmoderna al uso, que incluye chats, mails, foros, notas al pie y todas esas cosas que hacen que una obra envejezca antes que un geranio. Los geranios no envejecen; lo moderno, siempre.
Se trata, en fin, de un pecado de extrema juventud (hablo desde la experiencia), fallido en todos sus órdenes, juvenil y superficial, amén de exasperante: ver a gente dándose aires existencialistas a base de orfidal, Tinder y cabify. Es lo que escribes cuando no tienes que trabajar.
La prosa es muy pobre: "Cuando regreso, la casa es un desastre absoluto, mi cuarto carece de sentido y, al arrastrarme a la cocina, veo que anoche dejé las cosas de cualquier manera. Seguro que Alba está enfadadísima".
Más Tinder, más orfidal, más cabify
Cien páginas después, empieza la segunda parte, El perro mexicano. Aquí conocemos a Thomas, el otro cautivo. Increíblemente, Thomas también tiene muchos problemas imaginarios, y consume ansiolíticos en cada párrafo para sobreponerse a una vida burguesa y artística, que viene a ser lo mismo. Aquí el gran error de la autora es crear a un segundo personaje prácticamente indistinguible del primero: más orfidal, más Tinder, más cabify.
En esta segunda obrita posmoderna hay texto partido en dos columnas, partituras y letras del revés. Junto a la primera parte (llevamos ya 262 páginas) diría uno que las resonancias de la obra apuntan más a Chuck Palahniuk y al Bret Easton Ellis de Lunar Park (2005; o sea, el influido por Stephen King), que a Foster Wallace o DeLillo. Es todo como de volver a escribir El informe pelícano (John Grisham), pero con emoticonos.
Mi generación
Cuando llega el primer interludio (Los escorpiones reúne cinco novelas no muy largas y tres interludios de unas 40 páginas cada uno), uno está ya bastante en contra del libro, de modo que le da tiempo de percibir algo extraño: parece escrito por alguien de mi generación (nacidos en los años 70). La mayoría de los referentes de Barquinero son muy años 90: "...le recomendó que viera películas como La posibles vidas de Mr. Nobody, Submarine, El club de la lucha o Donnie Darko" (p. 268); Pesadilla antes de Navidad (p. 269); y más adelante: Massive Atack, Videodrome, Depeche Mode, Pj Harvey…
De hecho, no sólo parece escrito por mí o cualquier autor nacido en los 70, sino que parece escrito por un hombre. No hay discurso feminista por ningún lado, "temas femeninos" obligados, sumatorio de victimismo al victimismo. Obviamente, esto último es muy de agradecer: una mujer que escribe lo que quiere y, en ocasiones, justo lo que los hombres ya no se atreven a escribir.
Por ejemplo: "Michaela parece divertida, es una de esas zorritas que disfrutan cuando se les lleva la contraria" (p. 571) O: "-La chica de ayer, ¿es tu novia? -No (…) -Menos mal. No era muy guapa". (p. 487)
Esta masculinidad (por decir) se pone más interesante dentro de un rato.
Camino de perfección
Con la tercera novela, Bajo astral. Una novela de Marguerite Vitale, uno ya se irrita: ¿qué hacemos de pronto en la Italia de los años 20? Se trata formalmente de un diario femenino que compone una suerte de pastiche de novela romántica, donde he querido ver un clasicismo novelístico tipo Somerset Maugham. ¿Por qué?
El hecho de que esta sucesión de novelas abiertamente incongruentes se nos presenten bajo palio de un "proyecto" unitario se nos revela de pronto como una insensatez y un capricho. En realidad, Sara Barquinero ha ido escribiendo libros, como cualquier joven, y, en lugar de desechar algunos y apostar por otros, ha decidido que todo lo escrito en los últimos diez años (según ha declarado) vale y sirve y funciona, y además todo junto y amontonado. No funciona.
Que un personaje de una novela salga en otra, o se repita un signo, o veamos ahora al hijo de, no hace de estas novelas disímiles algo así como un mundo o universo coherente. Aquí ya leo el libro como el disco duro hecho público de una escritora, que parece que no tuvo a nadie a su lado que le dijera que muchos manuscritos deben quedarse en el cajón.
Bajo astral me lo salté casi íntegramente, aunque hay una frase chula: "El calendario es un hombre, la memoria una mujer".
Gracias a Dios
De Italia años 20 pasamos a Bilbao años 20, pero del siglo XXI, y a las siglas MDMA. O sea. Se trata de un segundo interludio (pags. 449-465), y de una vuelta al lloriqueo generacional: "Si no fuese por mi tendencia a lo obsesivo y a la autodestrucción, seríamos felices" (p. 453).
Y de pronto, gracias a Dios, llega Tarde para nada (págs. 473-559), la cuarta novela. Es una excelente nouvelle de campus, que he leído con enorme placer y admiración (nota para el departamento de prensa de la editorial Lumen: no me pongan que he leído "con enorme placer y admiración" la novela Los escorpiones de Barquinero, que nos conocemos: sólo estas 90 páginas). El protagonista y narrador es un hombre, Seymour, y la precisión y la expresividad con el que se sigue su evolución psicológica me han parecido de primer nivel. La masculinidad está primorosamente retratada. Diría que tiene en sus bases fundamentales algo del Franny y Zooey, de JD Salinger. Es, en definitiva, una novela como Dios manda.
Lo malo: se acaba; se acaba muy pronto, y nos quedan aún doscientas cuarenta páginas de conspiraciones, distopía y orfidal
Lo malo: se acaba; se acaba muy pronto, y nos quedan aún doscientas cuarenta páginas de conspiraciones, distopía y orfidal, que ya se le hacen a uno totalmente insoportables.
La sensación que he tenido leyendo/no leyendo Los escorpiones es la de ver a una autora probando cosas, cayendo en los errores habituales (la novela guay), buscando salidas y encontrando finalmente maestría y sentido en únicamente 90 de sus 800 páginas.
Y alguien le tendría que haber dicho que esas son las 90 páginas que debería haber publicado. Pero fíate tú de tus amigos.
Y de tus editores.
]]>La escena es bonita y soñadora y a los espectadores seguramente les gustó mucho. Sin embargo, ¿dónde está aquí el consentimiento? ¿No toca ir al juzgado? ¿Qué diferencia hay entre seducción y engaño?
Ahora mismo en el Metro de Madrid hay una campaña publicitaria de una tienda de juguetes sexuales. El eslogan dice: "Liar a tu churri a probar cositas te costará menos". En este establecimiento de liar a tu churri venden, por ejemplo, esposas, látigos y mordazas. "Me lió para amordazarme, estrangularme y azotarme". No creo que esto quedara muy bien en un reportaje de El País.
Clara Serra, feminista de bien, se ha lanzado en un ensayo a diseccionar este concepto tan tarareado en nuestro tiempo sexual: el consentimiento. Del "no es no" pasamos al "sólo sí es sí" y ahora estamos en tierra de nadie, donde todo puede haber sucedido aquella noche entre dos personas. Hay miedo, puritanismo, linchamientos y, la verdad, bastante sexo. Leyendo El sentido de consentir (Anagrama) me pareció de pronto excesivo ver el sexo como una cosa constantemente consentida. Miraba a mi alrededor y no percibía yo tanta burocracia y arancel, sino la desatada carnalidad de toda la vida y el juego habitual de miradas, citas, emparejamientos y rupturas.
El sentido de consentir
El libro de Serra, la verdad, lo esperaba iluminador, y me ha dejado muy descontento y desasistido. La autora ha leído lo que debe leerse, y nos lo trae cribado y oportuno, pero, al cabo, no desentraña la realidad del sexo entre adultos como cabría esperar de su inteligencia.
Empieza la cosa poniendo en solfa la idea (digamos, oficial, del Ministerio de Irene) de que con el consentimiento se resuelven "todos los problemas". También se discrepa de que consentir haga el sexo mejor, más placentero, como parece que ha dicho alguien; o que "establecer acuerdos claros en el terreno sexual (sea) facilísimo". El consentimiento es complejo, plantea la autora.
Sin embargo, enseguida pierde pie su argumentación cuando habla de sexo y poder. Por un lado, hay hombres con poder y por otro mujeres que son solicitadas para tener sexo con esos hombres con poder. Me extraña mucho que Clara Serra no mencione el increíble poder que tiene una mujer precisamente sobre aquel que desea acostarse con ella.
Por no hablar de la cantidad de hombres que no tiene poder alguno y, con todo, alguien los quiere.
El colapso del discurso llega con frases como ésta: "No se trata ya de que a veces las mujeres no puedan negarse a mantener relaciones sexuales con los hombres, sino de que no pueden negarse nunca". De aquí se deduce que toda relación sexual con un hombre es "violencia", y que lo mejor es buscar el sexo en relaciones con otras mujeres.
Esta visión aterradora del sexo con un compañero, lógicamente, resulta indefendible, contraria a la realidad, contraria a lo que uno o una haya visto, hecho y escuchado durante años, y sitúa El sentido de consentir en un campo de reflexión prácticamente marciano. No habla ya del planeta Tierra, Serra.
O sea, miren qué frase: "La distinción entre violación y coito es imposible".
El microscopio intelectual de Serra y sus referentes intelectuales ha ampliado tanto el simple arte de acostarnos que molecularmente ni siquiera vale la pena vivir.
El erotismo se topa con un muro: "...relaciones sexuales con los hombres bajo condiciones de dominación masculina omnipresentes y coercitivas que hacen que su consentimiento carezca de sentido descriptivo y moral…" Chicas, si queréis quitaros de encima a un tipo, decidle: "Bajo tu dominio masculino omnipresente y coercitivo, mi consentimiento carece de sentido descriptivo y moral". Os garantizo que no lo volvéis a ver.
De vuelta al planeta Tierra
En el planeta Tierra, las mujeres no se pasan el día consintiendo, sino, de hecho, deseando practicar sexo. Esta visión de oficina del sexo, según la cual una mujer pone sellos durante toda la noche a infinitas solicitudes amatorias, denegándolas o aprobándolas, no encaja en ningún momento con las experiencias que todos conocemos ni, de hecho, con las estadísticas.
Si nos ponemos burocráticos, las estadísticas nos hablan de que una mujer española tiene de media diez parejas sexuales a lo largo de su vida. Incluso si multiplicamos esa cifra por dos, debemos pensar que sólo veinte veces a lo largo de toda una vida una mujer promedio da el consentimiento liminar a la práctica del sexo. Sin embargo, para los fanáticos del consentimiento, todas y cada una de las veces en las que se practica sexo son momentos de consentir, y todas y cada una de las veces en que se practica cualquier cosa distinta a la cópula, lo que suena desde luego a necesitar unas vacaciones. "El consentimiento es siempre una cesión ante el poder", leemos. ¿No será a veces (¡a veces!) una cesión ante las ganas de follar?
Las tesis de Serra 'et alia' eluden en todo momento nombrar el deseo femenino, como si las mujeres nunca quisieran tener sexo
Tiene que venir nada menos que Leticia Dolera a poner orden en este delirio foucaltiano (Michel Foucault: seguramente el pensador más dañino del siglo XX). Dice Dolera en el libro: "No se trata de consentir, sino también de desear".
Las tesis de Serra et alia eluden en todo momento nombrar el deseo femenino, como si las mujeres nunca quisieran tener sexo, y toda su aspiración erótica se limitara a decidir salomónicamente qué hombres lo merecen. Es la apetencia (prefiero este término a "deseo") la que pesa más en el consentimiento. Porque el consentimiento, según he pensado estos días, no es otra cosa que el reconocimiento de la propia apetencia.
Idealmente (que además es la forma más común del sexo), se consiente cuando se reconoce que se desea. Si Jennifer Aniston le acepta a Clive Owen su jueguecito del beso, es porque quiere que la bese. Esto lo entienden todas las espectadoras de la película menos las que escriben libros sobre feminismo. El consentimiento hace aflorar el deseo, lo explicita para que por fin pueda uno quitarse la ropa.
El problema con la teoría del consentimiento es creer que sabemos lo que queremos, anticipadamente y con toda firmeza
Entre la apetencia y el consentimiento, se mueve todo el sexo entre hombres y mujeres. Porque también puede apetecerte y no querer, y se puede consentir sin apetencia. En el primer conflicto entra la seducción, el coqueteo, el "liarte". Sin coqueteo sólo habría delito. En el segundo conflicto (consentir sin apetencia), aparte del matrimonio, entra también la modernez: no me apetece nada una orgía, pero como es lo moderno y quiero parecer más desinhibida y zorra de lo que soy, hago una orgía. Hago BDSM. Dejo que me estrangulen.
La modernez también es un sistema de violencia sexual, amigos.
El problema con la teoría del consentimiento es creer que sabemos lo que queremos, anticipadamente y con toda firmeza. No lo sabemos. Necesitamos que nos líen, que no inviten a un café.
Así las cosas, sigue siendo otra escena de película la que mejor explica cómo funciona el consentimiento. Se trata de un momento de Tocando el viento (1996), donde el chico (Ewan McGregor) y la chica (Tara Fiztgerald) caminan de noche por el barrio de ella. "¿Quieres subir a tomar un café?", pregunta Tara. "No bebo café", reconoce él. "No tengo", aclara ella.
Si Tara no pregunta: "¿quieres subir y acostarte conmigo?" es porque la mayoría de la gente necesita, no sólo saber si quiere de verdad acostarse con el otro, sino también si ese deseo es correspondido. En este delicado momento, las palabras explícitas son fatales. No sólo porque puedes asustar al otro, sino porque puedes consentir contra ti mismo: a lo mejor al final sólo quieres tomar un café.
]]>Durante toda la semana, corrieron por los grupos de WhatsApp nombres de ajusticiados inmediatos, sentencias firmes contra directores o actores que el periódico que fusila por las mañanas iba a sacar justo el viernes, para disciplinar al país con un aquelarre moral de alfombra roja y vestidos de Valentino. Al final hubo paz y silencio, joyas de Bulgari, pero el susto no se lo quitaba ya nadie a los hombres del cine español, que acudieron a Valladolid muy domados y con la intención de recogerse pronto.
Luego estaban los tractores, que iban a sitiar el parque ferial vallisoletano e impedir el normal desarrollo de la gala. Esto hizo que se desplegaran 1300 policías para que a nadie se le arrugara el vestido.
Unai Sordo (CC.OO) tuvo una idea cojonuda: hacer una mani justo el día de la gala en la plaza de Valladolid "contra los gobiernos reaccionarios". Antes había llamado "empresarios del campo" a cualquiera que tuviera un tractor, dando a entender que el campesino no es alguien con familia a la que dar comer.
Los Javis empezaron en pijama, trabajaron lo mínimo, creo que tres minutos cada hora, y lo hicieron muy bien, lo poco que hicieron
Por si fuera poco, el narco gaditano mató a dos guardias civiles, arrollándolos con una lancha, y algunos en las redes se acordaban de la película El niño (Daniel Monzón, 2014), señalando que el cine español idealizaba al delincuente y estigmatizaba al policía. Se echaban cuentas de cuántos policías se destinaban a que no se arrugaran los vestidos de Valentino y no se distrajeran las joyas de Bulgari, y cuántos a combatir el narcotráfico, y las sumas salían curiosas.
Añadan que estábamos en Valladolid, alcaldía del PP gracias a Vox, y en Castilla y León, gobierno de PP coaligado con Vox, y que el vicepresidente castellano es de Vox, señor García-Gallardo, que dijo: “Los del cine español son unos señoritos”.
Bienvenidos a Valladolid.
La gala
Para dar cabida a la gran fiesta del cine español en la Feria de Valladolid, dos eventos agrícolas tuvieron que posponerse. Se trata de Agrovid (viticultura) y SIEB (Salón Ibérico para Equipamiento de Bodegas), que se celebrarán en marzo. Curiosamente, en tres horas y media de gala, ni una sola vez se nombró a nadie que trabaje la tierra. El cine español estaba a lo importante: ellos mismos.
Empezó el show un minuto antes de las 22 horas, cuando Pedro Sánchez, que pasaba por allí, tuvo dos minutos para lucirse y venderse. Estaba pidiendo a gritos, no una reelección o una mayoría en el congreso, sino un Goya honorífico, a mejor actor amateur.
Los Javis empezaron en pijama, que es como empezar desarrollando toda su filosofía. Trabajaron lo mínimo, creo que tres minutos cada hora; o sea, unos diez minutos en total durante la gala entera. Y lo hicieron muy bien, lo poco que hicieron.
Ana Belén al menos cantó, a sus 72 años, porque Ana Belén es de la vieja escuela (como José Sacristán, que saldría luego), y para ellos ser actor es un trabajo, no un vicio.
El primer número musical corrió a cargo de Amaia y David Bisbal, salidos ambos de Operación Triunfo. Es curioso que durante toda la gala se reivindicara el cine español (frente al americano), y se dijera que el cortometraje también es cine y que la animación también es cine, y luego, cuando les toca decirnos qué es la música, nos digan que la música es Operación Triunfo.
La gala era en Valladolid como podía haber sido en casa de Pedro Almodóvar: no se notaba nada. Quizá decidieron hacer el evento en la capital castellana para que nadie se moleste nunca en ir allí. Cuando fue en Sevilla, el año pasado, se promocionó la ciudad con un largo publirreportaje, y se vieron actuaciones musicales casi íntegramente andaluzas. En esta 38ª edición, no había nada ni remotamente vallisoletano, ni tan siquiera castellano. Castilla sólo estaba a los pies del cine español, produciendo cereal e impuestos.
Almodóvar arremete contra las críticas de Vox al cine: "Devolvemos los anticipos con creces"
Cultura
Después de un breve monólogo sobre "abusos y violencia sexual" en el cine, se entregó el primer goya, que fue a parar a José Coronado como mejor actor de reparto. Las gentes del cine aplaudieron a rabiar el monólogo contra los abusos sexuales y aplaudieron a rabiar al actor que dijo: "Lo que no vale es denunciar al año o a los dos años". Coronado también ha declarado: "Soy infiel por naturaleza". Fue un contrapunto curioso, transitar de la denuncia que, de momento, sólo ha afectado a un director casi desconocido, a premiar a un reputado macho alfa.
Siguió una precipitación de goyas para J.A. Bayona, como diez premios seguidos, lo cual ayudaba mucho a preguntarse: ¿Dónde están los Javis? ¿Para qué les pagan?
No hubo reivindicaciones políticas, salvo Alba Flores con tres palabras (“Paz para Palestina”) y lo más político que se vio fue la adoración continuada a Pedro Almodóvar. Los Goya siempre van de Pedro Almodóvar, si asiste. Si no asiste, no van de nada.
Goyas negros
A las 12 volvieron a salir los Javis, diciendo que estaban cansados. Entre medias había cantado Estopa, de Valladolid de toda la vida, y había salido José Sacristán (Magical Girl, Carlos Vermut, 2014). Varias chicas Almodóvar, ya abuelas Almodóvar, reprodujeron un diálogo donde se decía mucho "pollas", en términos felatrices. Esto se supone que quedaba gracioso en una gala contra los abusos de los hombres sobre las mujeres en el cine español.
Todo era tan aburrido que uno tenía tiempo de fijarse en los detalles: los "goya" eran negros, mientras que los del año pasado eran marrones, debido a su condición de producto reciclado. Parece que este año los Goya han preferido la elegancia al medioambiente.
Volvieron las reivindicaciones feministas, de las mujeres como productoras de cine y como tema sobre el que hacer cine y como víctimas de los hombres del cine. Nadie se acordó de Mónica Cervera, nominada al goya a mejor actriz revelación hace justo 20 años, y que ahora duerme en un banco en la calle, en Marbella.
Salió, eso sí, Gael García Bernal para acordarse de la “emergencia climática”. “Hay que aprovechar cada coyuntura para hablar del tema”, dijo, dado que apenas oímos hablar de esto.
Fueron cayendo más premios, y curiosamente este año casi nadie se acordaba de su madre. En 2023 se acabaron las madres, y en 2024 tocaba acordarse, si ganabas el Goya, de los que habían perdido. Seguramente tendrías que volver con ellos a Madrid en el mismo coche.
¿Dónde estaban los Javis? Esa seguía siendo la pregunta. Era ya tarde en la madrugada, en una gala totalmente insoportable, y si se había hecho tarde y la noche prometía, los Javis ya se habrían quitado el pijama.
]]>Eso hace Vargas Llosa, que habiendo parado en La fiesta del chivo sería exactamente el mismo Vargas Llosa en la Wikipedia. Ha escrito siete novelas de más. Juan José Millás saca libro cada dos años; Luis Mateo Díez tampoco deja de publicar. Se nota que Fresán se adentra en la vejez porque le ha poseído una rabia juvenil por dar libros a la imprenta. Los escritores ya mayores que escriben sin parar quizá no encuentran atractivo el mus de los asilos, las palomas de los parques o la radio de las mañanas. Señores sin nada que hacer ponen al límite a las imprentas de Móstoles.
No soy gran fan de Landero, más que nada porque no se puede ser fan de todo el mundo
El asunto con publicar incesantemente es que, si eres conocido, tu obra se va desdibujando. Con los primeros cuatro libros, parece haber una progresión o, la menos, una variación creativa. A partir de ahí, todo es dejación de funciones. Hay un punto en el que un escritor se cansa de innovar, de ponérselo difícil a sí mismo y de tratar de inventar la rueda. Entonces hace novelas como las de Balzac, y listo.
Un poco por ahí va Savater con su Carne gobernada (Ariel), donde dice, como ha repetido en las entrevistas, que hace años hubiera mimado más la prosa, pero ahora le apetece escribir sin vestirse de etiqueta. "Cuando era más puntilloso (y presumido) por culpa de la juventud, me habría sonrojado el desaliño de estas páginas", escribe Savater.
Ser mayor es dejar de tomarse en serio.
La última función
Pues Landero se hizo famoso en 1989 con su primera novela, Juegos de la edad tardía. Desde entonces, junto a otros hombres cuyo delito mayor es haber nacido para escribir bien, ha vertebrado la identidad del sello Tusquets, hoy francamente averiada. Uno abría un libro español de Tusquets para leer cosas como las de Landero; cosas bien escritas.
Cuando entonces, un nuevo libro del autor de Juegos de la edad tardía era recibido con efusión de publicidades y obligaciones. Había que leerlo y decir cosas. Ahora no sé cuántos sabrán si Lluvia fina viene antes o después de El balcón en invierno. El autor ha entrado en esa zona donde los lectores ya no le hacen inventario.
No soy gran fan de Landero, más que nada porque no se puede ser fan de todo el mundo. Me irrita, de primeras, como me pasa con Eduardo Mendoza, esa toponimia humana, de gente que se llama Remedios o Tito o Recesvinto, y luego salen máquinas de coser y braseros de picón. No me gusta que un libro que acaba de salir en 2024 me hable de braseros de picón. Llámenme moderno.
Es un libro que parece Onetti con más ganas de vivir. Es la prosa lo que lo sostiene
Pero todos los libros de Landero los voy abriendo, y éste, La última función, me entró con buen pie, y me lo he leído entero con gran gozo piconero. No se va tan atrás, sólo a los años 90.
Es un libro que parece Onetti con más ganas de vivir. Es la prosa, para el que esto escribe, lo que lo sostiene. Se empieza con frase muy larga, que merodea por el propio gusto de merodear, va describiendo un pueblo abocado a la desaparición y un par de personajes cuya vida no vale nada. En el fondo del libro late que la vida se echa a perder a nada que no eres Luis Landero, y por lo menos has escrito quince libros. La gente mira hacia atrás y no ve más que sueños incumplidos, ni siquiera muy originales. "Pensé que la vida era algo fácil, que bastaba entregarse a ella y que ya ella se encargaría de llevarte por el mejor camino".
Uno, Tito (ya ven), quería ser actor, payaso, artista, funambulista, algo que volara sobre el ras de la rutina. La otra, que no me acuerdo cómo se llama, no sé si quería ser algo (lo bueno de la prosa bonito es que no te enteras de qué van los libros), pero fracasó casándose y aguantando a un señor. Ambos coinciden en un bar de pueblo, y sueñan con evitar su despoblamiento con algo que atraiga a los turistas. La trama casi no es más que eso.
Pero la prosa es mucha: “En cualquier caso, así fue como las conversaciones, las palabras, los cuentos, el hablar por hablar, la mera costumbre, los regalos, el tiempo, y sobre todo el miedo, hicieron el oficio que no supo hacer el amor.”
]]>Cuarenta años tiene nuestro ministro de Derechos Sociales, Pablo Bustinduy, y sólo cuando ha conseguido ser ministro ha escrito un libro. Es mucho el esfuerzo que hay en llegar a ser ministro, y todo para poder dedicarse a otra cosa. Muchas personas buscan excusas para no escribir, como saben, siendo la más socorrida la falta de tiempo. Cuando tenga tiempo, escribiré ese libro que os volverá locos, he escuchado toda mi vida. Cuando tenga tiempo significa: cuando sea ministro.
Me simpatiza Pablo Bustinduy, aunque tengo muchas cosas malas que decir sobre él. Siendo seguramente una persona formada, competente y buena, su figura representa el fin de todas tus ilusiones. Nunca llegarás a ser ministro porque tus padres no tienen entrada en la Wikipedia. Se ha hablado mucho de la madre ministra del ministro, pero el padre me admira más aún: hacía trenes. Hacía el Cercanías. De hecho, el padre del ministro tiene dos entradas en la Wikipedia: una con su nombre y otra con su “solución”. La solución Bustinduy.
Si tu padre salió en Wikipedia, tú tienes que acabar en la Enciclopedia Británica. Son muchas las ventajas de venir de una familia con listón alto
Obviamente, a un niño lo mejor que le puede pasar es que su padre salga en la Wikipedia, y más de una vez. Tiene mucho más futuro un niño wikipédico que otro con padre que bebe y no acabó el BUP. Si tu padre salió en la Wikipedia, tú tienes que acabar en la Enciclopedia Británica por lo menos. Son muchas las ventajas de venir de una familia con los listones altos.
Lo que hay en Bustinduy es una sociología secreta madrileña, que los que llegamos de fuera hemos tardado décadas en pillar. Hay un Madrid mejor detrás del Madrid asalvajado y competitivo: es el Madrid de determinados colegios, determinadas calles y determinadas amistades. Es un pueblo oculto de niños de papá, no tan malditos. Todos se conocen y conocen el secreto, pero no te lo dicen. Sólo cuando niegan la meritocracia te lo están diciendo. Si alguien niega la meritocracia, no se ha criado en Aluche.
Estos niños de la clase media, clase alta, clase culta, son todos ministrables, o al menos pueden acabar de concejal o director de un teatro público. Podemos se inventó, en gran medida, para generar despiste filial y hacernos pensar que estos chicos bien se lo estaban montando por su cuenta. En realidad, Podemos era la profecía autocumplida del linaje. Se estaba en Podemos como se está de reponedor en Carrefour: mientras sale otra cosa.
Todo bien, pero. Mi pero es que los chicos privilegiados del Madrid bonito deberían aportarnos más, retornar (por decirlo con los economistas) su privilegio social con algo de fuste, una obra, dos obras, un invento o una revolución. Lo cierto es que los chicos privilegiados del Madrid bonito revolucionan más bien poco.
Cuando la política se instala en el conflicto y no puede ofrecer un futuro
Jorge Lago
Quiere decirse que los chicos de provincias y pobreza, y las chicas de lo mismo, y los hijos proletarios y soñadores, te hacen quince libros en veinte años, y en su casa no había libros y sus padres al tipo más importante que conocían era al cuñado de un aparejador. La mayor parte de las cosas (de la cultura) que valen la pena (o una parte proporcionalmente increíble) es fruto del esfuerzo de gente que no tenía ninguna oportunidad. Pero los que tienen todo a favor, no hacen nada. Un libro en cuarenta años.
Así, Pablo nos viene con su libro de doscientas páginas, después de décadas en las que, por lo que sea, no encontró un momento para escribir. No sólo eso, sino que ha necesitado escribirlo a cuatro manos, con el editor y ex-Podemos Jorge Lago. O sea, hacen falta dos hombres privilegiados para escribir lo que una Ana Iris Simón te hace ella sola. Y el resultado es que Feria (Círculo de Tiza) nos dijo algo, nos agitó y nos importó, y Política y ficción (Península) no tiene ningún interés.
Hacen falta dos hombres privilegiados para escribir lo que una Ana Iris Simón te hace sola
A mí esto me molesta, y por eso lo voy a decir otra vez: me molesta que la clase media, clase alta, clase culta madrileña traiga hijos al mundo que no son capaces, con todos los ases de la baraja en su tapete, de aportar algo de valor al mundo.
El libro, en fin, que no debe de llegar a las treinta mil palabras (casi escribo yo más cada mes en El Confidencial, amigos), desarrolla teorías e ideas que no me dicen nada, aunque a lo mejor son muy interesantes en las reuniones de antiguos alumnos del Colegio Estudio. No es fácil decir cosas y que engranen y provoquen, y aquí se nos habla de un mundo políticamente insignificante, y socialmente inasible. No sé de qué hablan, en Política y ficción.
Esto es grave si atendemos a que sus autores están en el centro de la maquinaria de lo real, ensamblados y engrasados de verdades y secretos. Sin embargo, no enuncian nada sorprendente.
Se puede perdonar la prosa como de prospecto del Gelocatil, pues uno es ministro y no va a colorear en exceso sus opiniones (amén de que, a cuatro manos, el estilo tiende a la neutralidad y a ocupar una tierra de nadie), pero no que el análisis sea tan romo, inimaginativo y porcentual. Es peor que un mitin, esto; es como el largometraje de sobremesa del pensamiento político.
Pablo y Jorge son tan inteligentes y cultos que en Podemos no llegaron muy lejos
Leemos: “Lo que debiera importarnos no es sólo quién llega a cierto lugar social, sino quiénes están ya allí, y por qué razones y supuestos méritos lo están”. Esto lo firma el ministro de Derecho Sociales hijo de una ministra de Sanidad.
Luego el aparato referencial son todo lecturas consabidas (Hayek, Marx, Lyotard), seguramente hechas hace veinte años. La aportación de Jorge Lago (al que traté un tiempo) es que se citan muchas series de televisión.
Repito: todo bien porque Pablo y Jorge son tan inteligentes y cultos que en Podemos no llegaron muy lejos, pero mal si pensamos en lo lejos que deberían haber llegado si se hicieran cargo de los privilegios (dinero, conexiones) con los que partían en primer lugar.
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