Pues bien, disponemos de los datos. La economía de la zona euro (que aquí denominaremos europea) era más grande que la de los EEUU antes de la gran recesión. Hoy en día es un 37% más pequeña. Analizando el futuro, si nos fijamos en crecimientos económicos reales (netos de inflación), la economía norteamericana crecerá a un ritmo cercano al 1,5%, la europea, no llegará a un 1%. En otras palabras: el crecimiento de los EEUU será substancialmente superior al de Europa, lo que agrandará la brecha futura.
¿Qué está ocurriendo?
Primero, el declive demográfico de Europa es más acusado que el de los EEUU. La tasa de natalidad es más baja (1,5 niños por mujer vs. 1,7 en EEUU), y además Europa recibe menos flujos migratorios. La consecuencia es que el crecimiento de la población activa en Europa se ha situado cerca del 0,15%, en tanto que el de los EEUU ha crecido cerca del 0,5%. Por lo tanto, uno de los dos pilares del crecimiento económico estructural favorece más a los EEUU que a Europa.
Segundo, la productividad crece más en EEUU que en Europa. Así, el crecimiento de la productividad en EEUU se acerca al 1,5% anual (los datos más recientes están por encima de esta cifra), en tanto que los crecimientos europeos de productividad se sitúan más en el 1%. Si desglosamos dichos crecimientos entre crecimientos asociados a mejora del capital disponible por trabajador (vía inversiones) y crecimiento genuino de productividad (hacer más con lo mismo, o “productividad total de los factores” —TFP—), los crecimientos en el primer segmento han sido parecidos en ambas economías (1%). La diferencia proviene de la TFP, en tanto que EEUU consigue crecimientos anuales superiores en un 0,7% a los europeos desde que comenzó este siglo. La mejor forma de predecir las mejoras de TFP es la innovación. El dominio de EEUU sobre Europa es abrumador, se miren publicaciones científicas, patentes internacionales por millón de habitantes o unicornios. Dado que la industria que financia la innovación, la del venture capital, posee el doble de recursos por habitante en EEUU que en Europa, la tendencia aquí descrita no cambiará. Además, la innovación depende de la triple hélice o interrelación de la investigación militar, universitaria y de la empresa privada. En Europa estamos a años luz de ecosistemas de innovación como los desarrollados en Stanford o en el MIT.
Tercero, la economía de los EEUU es más resiliente ante una crisis bancaria que la europea. Eso explica que la crisis financiera que comenzó en 2007 haya afectado mucho más al Viejo Continente. Los activos bancarios (en esencia, volumen de crédito) representan cerca de dos veces el PIB europeo, y, sin embargo, menos de una vez el de los EEUU. La consecuencia es que, ante una crisis bancaria, la economía europea sufre mucho más que la de los EEUU. Las empresas norteamericanas mantienen dos canales de financiación: la banca y los mercados de capitales. En Europa, sin embargo, la inmensa mayoría de la financiación sigue siendo canalizada por la banca, lo que provoca que la economía sea mucho más vulnerable ante una crisis bancaria.
Cuarto, la economía de los EEUU se autoabastece energéticamente, en tanto que la europea se ha construido en gran parte sobre una vulnerable dependencia del gas ruso. En Europa decidimos prolongar dicha vulnerabilidad limitando el fracking por sus connotaciones medioambientales, y ahora intentamos suplir la ausencia de gas ruso comprando gas norteamericano generado en gran parte vía fracking. Nuestra energía es más cara y más insegura, lo que nos resta competitividad.
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Quinto, EEUU mantiene sus “exorbitantes privilegios” frente a Europa. El dólar sigue siendo la divisa de reserva mundial, sin una alternativa a la vista en las próximas décadas. El mercado de capitales de los EEUU es mucho más líquido y profundo que el europeo, sin que se ponga solución por parte de la UE. En EEUU existe una libertad de movimiento de trabajadores que, en la práctica, en Europa no se da. Estos factores redundan en mayor crecimiento económico.
No soy derrotista, no hay que criticar la oscuridad sino encender una luz. Europa puede poco a poco mejorar su deriva demográfica. Además, se pueden establecer mecanismos que incentiven el venture capital a través de ahorro de largo plazo (seguros y fondos de pensiones) como los que habilitó EEUU en 1979. Aunque Europa carezca de un solo ejército, la coordinación de la investigación militar aunada a la civil podría provocar mejoras en la generación de patentes futura (al fin y al cabo, en Europa se inventó el método científico). Si Europa avanzara en la siempre decepcionante unión de mercado de capitales y fomentara los bonos europeos, al menos se podría suplir una parte de nuestra desventaja frente a los EEUU. Por último, creo que Europa presenta menos riesgo político que EEUU ante una posible victoria de Trump.
Mi inquietud en cualquier caso ante los pasos a dar es la que expresó Jean-Claude Juncker, expresidente de la Comisión Europea: “Nosotros los políticos sabemos perfectamente los pasos que hay que dar en la economía, el problema es salir reelegido”.
¿Qué queremos?
]]>Algunas de las preguntas que surgen ante la desoladora imagen de la mesa sin manos alzadas son las siguientes:
Primera: ¿se puede criticar lo que no se financia?
Segunda: ¿es factible construir un país con instituciones fuertes sin una prensa bien financiada?
Tercera: ¿se debilita una democracia sin instituciones fuertes?
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En función de lo que respondamos a las preguntas señaladas más arriba, cabe plantear una cuarta pregunta: ¿estamos cumpliendo nuestras obligaciones cívicas?
Richard Hass, expresidente del Council of Foreign Relations, publicó recientemente un libro, Bill of Obligations. En él defiende la idea de que un ciudadano debe construirse no solo sobre derechos, sino también sobre deberes. Ambos son reversos de una misma moneda, y una ciudadanía que reclama derechos sin plantearse deberes generará una sociedad inestable. En su opinión, el primer deber de un ciudadano es estar bien informado, y eso en mi opinión pasa en el día de hoy por pagar por dicha información.
Hace tres décadas, el mundo de la información y la creación de opinión pasaba por una industria de medios razonablemente financiada. Además, aunque un lector podría elegir un medio u otro con más o menos afinidad, siempre podría encontrar cierta diversidad de pensamiento entre los editoriales y las columnas, diversidad que le podía mover a replantear alguna de sus ideas preconcebidas. El enfrentarte a ideas diferentes a las preconcebidas debería al menos generar duda, y la duda puede llevar hacia la moderación. Esto a su vez debería generar una expresión política equivalente.
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La popularización de internet generó grandes expectativas de “democratizar el acceso a la información”. Por un lado, muchos contenidos se volvieron gratuitos, lo que dañó la sostenibilidad de la industria de medios y, posiblemente, la calidad de los contenidos. Por otro, la irrupción de las redes sociales se tradujo en la proliferación de algoritmos que detectan cómo pensamos, y filtran en consecuencia las noticias que el motor sabe van a retroalimentar nuestras ideas preconcebidas. El resultado es que las opiniones se polarizan, y como consecuencia, la clase política refleja dicha polarización. El resultado es una sociedad cada vez más histriónica, incapaz de alcanzar acuerdos para afrontar los complejos retos que afrontamos. Si por ejemplo analizamos los EEUU, el porcentaje de leyes apoyadas por legisladores de ambos partidos era substancialmente superior al porcentaje actual, signo de una sociedad polarizada.
Para romper este bucle, Hass propone que los ciudadanos asumamos como primera obligación cívica el deber de estar informados, lo que en muchas ocasiones requiere pagar por una información veraz, aunque no sea de nuestro agrado. La información veraz se financia, la información veraz objetiva debería reducir la polarización, la reducción de la polarización, junto con una prensa bien financiada, nos permitirá defender instituciones fuertes, y las instituciones fuertes nos facilitarán reconstruir nuestra democracia liberal sobre bases más sólidas, aparte de generar mayor crecimiento económico, como la investigación académica ha mostrado.
El gran historiador Bernard Lewis escribió hace tiempo cómo, para analizar el auge o el declive de los pueblos, se fijaba en cómo estos habían afrontado las dificultades. Unos pueblos se preguntan: ¿qué hemos hecho mal? Y salían adelante y progresan. Otros se preguntan: ¿quién nos ha hecho esto? Y entran en crónica decadencia.
Está en nuestra mano responder de una u otra forma. Yo pienso que buscar chivos expiatorios no conduce a nada. Creo que la introspección sí que nos puede generar útiles consejos sobre cómo comportarnos como ciudadanos, y el entendimiento del papel clave que desempeña o debería desempeñar la prensa en cimentar una sociedad cohesionada con instituciones fuertes debería llevarnos a considerar la pregunta con la que abro este artículo.
Jean Monnet, uno de los padres de la Unión Europea, afirmó: “Nada es posible sin gente. Nada dura sin instituciones”.
Reflexionemos sobre cómo podemos contribuir a dicha duración.
]]>Durante las últimas décadas, los jóvenes de Occidente han afrontado un contexto desalentador. Presentan tasas de desempleo elevadas, y, sobre todo, de subempleo, definido como personas que trabajan a tiempo parcial cuando desean trabajar a tiempo completo. En muchos países, destacando España, a esta situación se le suma la precariedad, relacionada con la temporalidad, factores que redundan en bajos niveles de productividad, de los que resultan sueldos extremadamente reducidos.
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El contexto en el que esta situación ha evolucionado ha sido también desazonador para ellos. Los precios de los activos crecieron con mucha fuerza, en especial los precios de las casas. La situación ha devenido en la práctica imposibilidad de muchos jóvenes de acceder a la vivienda, algo que presenta importantes implicaciones. Entre otras, el retraso en la edad en que se forman los hogares (se independizan en la treintena), factor que puede estar relacionado con la pérdida de natalidad (existe una diferencia importante entre los niños que se tienen y los que se desean, en parte relacionada por el retraso a la hora de tener el primer niño), y, por otro lado, la dificultad para generar una sociedad de propietarios puede ser uno de los factores que expliquen la mayor polarización política (la propiedad contribuye a incrementar los votantes moderados). Por si fuera poco, la tendencia de automatización del trabajo se cebará especialmente con los más jóvenes, limitando sus posibilidades laborales y deflactando sus salarios.
Uno cabría esperar que, ante tales resultados, la acción política reaccionara intentando mitigar tales vulnerabilidades. Esto debería traducirse en una asignación del gasto social hacia este colectivo. La partida más importante debería ser la educación, y la formación continua, piezas angulares para abrazar las oportunidades que generan la automatización, y así evitar sus efectos más negativos. Sin embargo, la reacción ha sido la opuesta. En general, los ajustes de gasto público per cápita neto de inflación acometidos desde la gran crisis financiera de 2008 se han centrado en reducir las partidas de educación, mantener las de sanidad y subir las de pensiones. Por si fuera poco, la legislación laboral ha mantenido sistemas laborales duales, con ciudadanos de primera clase, protegidos con contratos indefinidos, y los de segunda, con contratos temporales no deseados que generan efectos perniciosos ya descritos en productividad y en salarios.
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La lógica de esta ilógica es sencilla: centrarse en el número de votos. Los niños en el sistema educativo no votan, y los universitarios son una fracción de los pensionistas. A su vez, los jóvenes con contratos temporales representan también una fracción de los votantes protegidos con contratos indefinidos. El problema de esta ilógica lógica es que supone otro clavo en el ataúd de nuestro incierto futuro. La democracia como idea de gobierno supone, entre otras cosas, la protección de las minorías frente a las mayorías. Hoy se está comportando al revés. La escalofriante consecuencia es que el porcentaje de jóvenes que definen la democracia como elemento esencial baja cada vez más, especialmente desde 1980.
En mi opinión, la forma de afrontar este enorme desafío es poniendo a los jóvenes en el foco de la prioridad de la acción política, con independencia de la cuantía de sus votos. Esto solo puede ocurrir si los colectivos más agraciados (propietarios de viviendas, trabajadores a tiempo completo con contrato indefinido y pensionistas) sitúan a los jóvenes, a la sazón, sus hijos y nuestro futuro, en el centro de sus demandas políticas.
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Nemesio Fernández-Cuesta
Posibles ideas a debatir y eventualmente a implementar serían: a) adaptar el sistema educativo (incluyendo la formación continua) a los desafíos de la automatización, ya que dos tercios de los nuevos trabajos serán diferentes desde que un niño entra en la edad escolar; recordemos la frase del autor del informe PISA sobre la educación española, “se prepara a los alumnos para un mundo que ya no existe”, b) reducir los diferenciales de coste de despido entre trabajadores indefinidos y temporales, c) generar herramientas de inteligencia artificial que muestren a los jóvenes dónde se demanda trabajo, de qué tipo es y cómo educarse para conseguir dichas habilidades, d) fomentar el emprendimiento, lo que pasa por aceptar el fracaso, y e) promover políticas de oferta en la vivienda (aumentar la oferta de suelo finalista, limitar trámites o apoyar a los primeros compradores de vivienda con esquemas como el ayuda a comprar).
Reclamemos una opción preferencial por los jóvenes. Nuestro futuro, el de nuestra democracia, y un sentido elemental de justicia deberían exigírnoslo.
]]>Aunque, afortunadamente, hasta ahora dicha profecía no se ha cumplido, la hostilidad entre ambas potencias ha alimentado la teoría del mundo de bloques por la cual los países se alinearán con alguna de las dos potencias, alineamientos que generarán, en el mejor de los casos, choques geopolíticos similares a los experimentados durante la Guerra Fría. Esta teoría se ha cimentado en los últimos años sobre la guerra comercial, vía aranceles, entre China y los EEUU, así como por la muy relevante guerra de chips (semiconductores) agudizada recientemente con otras derivaciones (como la consideración de TikTok como un riesgo para la seguridad de EEUU). Por si fuera poco, se debaten posibles conflictos armados en Taiwán, además del alineamiento de potencias en el Pacífico preparándose para un futuro convulso. Por último, Janet Yellen, secretaria del Tesoro de los EEUU, introdujo el concepto de friendshoring, alimentando la tesis de que los flujos de inversión para localizar cadenas de suministros estarán muy orientados por el bloque geopolítico sobre el que cada país pivote, y mucho analista ha advertido de otra formidable tendencia, el insourcing, por el cual volverá a Occidente una gran parte de la actividad fabril externalizada (outsourcing) a países emergentes desde los años 90.
Pues, bien, en mi opinión, la realidad será mucho menos sonada que la que dibujan los alarmantes titulares que exponen los puntos del párrafo anterior.
Veamos por qué:
Primero: aunque China sea ya el principal socio comercial de 150 países del mundo (sobre un total de 196), ello no quiere decir que esas relaciones comerciales provoquen alineamientos geopolíticos. China es el principal socio comercial de Europa y, sin embargo, Europa está alineada con los EEUU. Los valores compartidos y los flujos de capital importan mucho.
Segundo: China y Occidente se necesitan mutuamente en comercio internacional. Los EEUU dependen de China en una parte relevante de actividad fabril, debido a que los salarios del segundo y su logística resultan extremadamente competitivos. China necesita a su vez los mercados de consumo estadounidenses y europeos (los dos más importantes de la Tierra) para alimentar dichas exportaciones. Es relevante el que, en mi opinión, China necesita más a Occidente que al revés. Su economía sufre una serie de debilidades estructurales (punto cuarto), y la forma de paliarlas es a través del sector exterior. Si se resintiera, la renta per cápita de China sufriría mucho más que la occidental (las empresas occidentales podrían relocalizar su cadena de suministros hacia otras zonas del sudeste asiático, lo que generaría dolores de cabeza, pero no una convulsión, convulsión que sí sufriría China mediante la subida de desempleo y caída de salarios asociada a la supuesta estampida fabril). Una fuerte merma del PIB per cápita chino podría provocar un cuestionamiento del régimen político por parte de la población. Además, el número de fábricas que efectivamente ha vuelto a Occidente ha sido hasta ahora irrisorio. Los costes laborales siguen siendo muy dispares.
Cuando China está resfriada, el dolor de cabeza lo tenemos todos
Javier Brandoli
Tercero: China y los EEUU se necesitan mutuamente en los mercados de capitales. La consecuencia de que China exporte más de lo que importa es que acumula un superávit de cuenta corriente que tiene que canalizar. Los países emergentes no cuentan con mercados lo suficientemente líquidos y profundos para habilitar dicho superávit, como mucho acaparan un 10% del mismo (sobre todo por el programa cada vez más venido a menos One Belt One Road). El resto acaba en la zona dólar, sobre todo en los EEUU y en Canadá. Por eso, es indiferente que China compre petróleo a Rusia en yuanes o en rublos. El producto final acabará en dólares, por lo que mantendrá su estatus como divisa mundial de reserva. Los EEUU, a su vez, financian parcialmente su déficit de cuenta corriente con el superávit chino. Es una simbiosis a la que nadie le interesa terminar.
Cuarto: el ascenso de China es cada vez más cuestionado. En 2022, China crecerá al nivel más bajo desde la muerte de Mao. A futuro, afronta: i) las consecuencias del estallido de su burbuja inmobiliaria, ii) una sobreinversión en infraestructura financiada con deuda excesiva, iii) una crisis demográfica sin precedentes y iv) la amenaza que un mayor poder del sector público supondrá en forma de menor productividad. Estos cuatro factores provocarán que se estreche enormemente el diferencial de crecimiento entre los EEUU y China, lo que podría traducirse en que la economía China no llegue a superar a la estadounidense.
Yo no afirmo que un mundo que comercia sea un mundo que no termine en conflicto. Famosos pronósticos en este sentido (en 1910, el libro La gran ilusión, de Agnell, adujo que la interconexión comercial entre el Reino Unido y Alemania evitaría para siempre la guerra entre ambas) fracasaron estrepitosamente. Afirmo que la política exterior refleja intereses más que ideales, y los intereses a fecha de hoy apuntan en contra del conflicto. Los recientes movimientos diplomáticos chinos, cesando a portavoces estridentes y volviendo a tender puentes con Occidente, apuntan en esta dirección.
Durante las guerras del Peloponeso, una terrible peste asoló Atenas y mató a casi la mitad de su población (entre otros, murió su líder, Pericles, y el propio Tucídides casi no la sobrevive), mientras el ejército espartano desolaba los campos que alimentaban la región de Atenas. Al final, la guerra la ganó Esparta, pero las ciudades-Estado griegas quedaron tan debilitadas que su tan luchada independencia acabó sucumbiendo ante la semibárbara Macedonia de Filipo II y de su hijo Alejandro Magno.
Los intereses, y cierto conocimiento de la Historia, deberían invitar a las potencias mundiales a concluir que es mejor colaborar que chocar.
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